El primer antro que conocí después de haberme declarado hombre gay, fue al que me llevó el admirado Alf, un febrero de 2010. Marrakesh en la calle de República de Cuba. Atestado de gente, me proveyó una primera bocanada de olor a transpiración masculina de 24 horas. El contacto corporal tipo metro en hora pico al ritmo de la música de moda, es lo mismo un atractivo para personas necesitadas del roce sensual con otros de su misma especie, como un defecto para quienes gozamos del baile de pareja. Marra permite el baile tumultuario, que visto a través de los monitores de las cámaras de seguridad del lugar me recuerdan los movimientos de un cardumen de arenques pero ralentisados con un efecto de cámara lenta.
Mi exAmorosito lo calificó como un lugar muy Kitsch, palabra que aunque es de origen yidish-hebreo no me explicó, sino hasta que JuanC me señaló el candil de cristal cortado, los bajo relieves de la barra y el resto de la decoración del sitio y que combina adornos fuera de lugar, de supuesto lujo y fuera de época. Entre otras cosas hay el cofre de un Vocho abollado que está como plafón en el techo, una foto mural de un grupo de militares en la plancha del Zócalo al pie de Palacio Nacional y con un hombre desnudo frente a ellos, pero volteando a la lente.
Hay una famosa foto de un grupo de homosexuales de los años 40, que visten pantalón bombacho de la época del mambo en sepia. A la salida hay un cartel que agradece: Gracias por su preferencia sexual, aunque lo más correcto sería decir "orientación", el juego de palabras está muy bien empleado para un sitio de reunión de hombres gay, mujeres lesb y bugas (hétero) respetuosos y de mente abierta.
También emplean un video proyector que plasma en la parte alta de uno de sus muros alguna película, seleccionada de misteriosa forma, salvo ayer viernes santo. La proyección fue el hiperlargometraje Los diez mandamientos. Yo, mientras bailaba al ritmo del cardumen de humanos, reconocí la escena en donde Dios abre las aguas del Mar Rojo para permitir el escape del pueblo hebreo, del esclavismo egipcio.
8span style="font-family: Arial, Helvetica, sans-serif;">En ese momento comenzó mi enorme asombro de esa noche.
Un antro libre, predominantemente gay, en donde se respeta no fumar tabaco en el interior, proyectaba en gran formato Los diez mandamientos, entre los cuales no hay la específica prohibición de que un varón tenga sexo con otro, salvo la ambigua y amplia restricción de cometer impurezas, que es algo así como coger sin condón. Y vaya que las consecuencias de nuestras faltas, las pagamos en esta VIHda.
Para mis adentros, me preguntaba sobre lo que estaban pensando o sintiendo aquellos que siendo homosexuales, hubieran sido educados bajo los lineamientos religiosos que condenan el sexo entre personas del mismo sexo. Nada del otro mundo, lo mismo que los homosexuales ateos como yo, que fuimos metidos al closet en aras de estar protegidos de una sociedad machista y homófoba.
La segunda sorpresa fue que me pusieran a bailar la tan aborrecida, por mí, canción de La guadalupana, la guadalupana, del Tepeyac... pero que gracias a la versión pop de Televisa y sus estrellas alcanzó la dignidad para ser tocada en el MarraKitsch. Muy pop, muy bailable, muy cantable, sobre todo por el efecto de la voz de Emanuel.
La tercera y la cuarta vinieron de un performance en donde un chico con túnica a la usanza de las películas sobre Judea, en los tiempos de Jesús, con barba como el nazareno, subió a la barra donde los Gogodancers hacen espectáculares bailes y los estripers otro tanto, para bailar a ritmo de Jesucristo Superestrella. Eran las dos de la mañana, tiempo de salir para volver a casa a dormir, ya en sábado de gloria.
A mí me enseñaron a respetar al Dios de mi tía Chitas, con una bofetada, pues yo había exclamado ¡pinche dios!, por estar harto tras un rosario en el panteón de mis abuelos. No por eso mamá coartó mi libertad de expresión y de crítica, al contrario.
Mi pensamiento iba de las preguntas sobre cómo se sentían los demás, a la observación del ejercicio de libertad de expresión y que los regímenes totalitarios como los Estados teocráticos impiden. Podría parecer una apuesta del antro hacer este espectáculo, aunque sus anuncios anticipan lo que ahí se vive, y la población que acude, busca ese momento de liberación de lo que nos ha significado represión, ataque y menosprecio a nuestra escencia. No necesariamente surge la consciencia liberadora de los individuos, ni una fuerza colectiva que reivindique los derechos civiles de quienes asisten. Es simplemente un acto catártico.
El Marra-Kitsch hizo que moviera todas y cada una de mis células.
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