¡Mamá, mamá! Gritó horrorizado el pequeño Enrique cuando vio a un hombre negro caminando hacia él. En otro lugar del mundo, en otra época, los niños de una isla japonesa llegaron asustados gritando que habían visto hombres con los ojos completamente blancos, como zombies. También me imagino a algunos de mis sobrinos corriendo y gritando igualmente asustados si me vieran dándome besotes con un hombre.
Ese miedo a lo desconocido es natural y alcanza el rango de discriminación cuando en torno a ese miedo se teje una estúpida historia que lo justifique y que en lugar de acercarse a lo desconocido, lo aleje como algo temible y peligroso.
Enrique era un niño. Mexicano de padres rubios, ojos azules y grises, apellidos europeos, aunque muy bien habituados al maíz y al picante. Esa mañana que decidió alejarse de sus padres y correr en los pulidos pisos del aeropuerto se topó con un hombre de raza africana y cabellera afro porque fue en los setentas.
El cazo de los niños japoneses se sabe que fue durante un desembarco norteamericano durante la segunda guerra mundial. Los niños jamás habían visto extranjeros de ojos verde, azul y gris, por lo que describieron a los hombres de ojos blancos.
De mis sobrinos espero que nunca me sorprendan, ya que sus padres me han solicitado mantener en discreción mis manifestaciones de afecto hacia mis parejas.
Es contradictorio que las sociedades con tradición judeocristiana tengan tan profundas raíces de discriminación, ya sea por diferencias raciales, económicas, religiosas y o culturales. ¿Por qué en veinte siglos de repetir la orden de amar al prójimo, ha sido desatendida? Aún por los promotores de la vida cristiana.
¿En qué contribuyo yo, para cultivar mi miedo y devaluar al prójimo a través de discriminarlo?
Los esfuerzos contra la homofobia; es decir, ese miedo que familiares, amigos, vecinos y gobernantes tienen a las personas que tenemos sexo con personas de nuestro mismo sexo; van de la mano con los esfuerzos contra el machismo, que es la devaluación que se ejerce sobre las mujeres por el miedo que se le tiene a su fuerza sexual, reproductiva y de crianza, y también de la mano con los esfuerzos contra el racismo, que es el miedo que se le tiene a las culturas originarias de México, en nuestro caso; y de la mano con los esfuerzos contra el clasismo, que es el miedo a que los pobres y su cultura invadan y compitan en espacios de la gente con poder económico.
Hay un ingrediente que suele olvidarse y aunque pareciera el miedo a lo desconocido, también es un miedo a un rasgo o características propias y que no hemos explorado. Es decir, en el caso de la homofobia es un miedo a la propia homosexualidad, aún y cuando vivas y te pienses heterosexual, seguro hay rasgos o características que te asustan porque sientes bonito, eróticamente hablando, de ver, escuchar, oler o sentir algo que venga de un ser de tu mismo sexo. La homofobia de un individuo, sea familiar, amigo y vecino, la puedo entender y enfrentar, pues muchos homosexuales, hemos vivido el mismo miedo.
Cuando esta homofobia alcanza otros niveles, es decir, que se convierte en conductas institucionalizadas como por ejemplo en las iglesias, u organizaciones políticas y peor aún, oficinas gubernamentales, la denuncia y la actividad que toda la sociedad debe realizar es la de una protesta masiva y estridente, pues no es razonable que desde el púlpito, desde la tribuna o desde el poder económico y legal, se promuevan acciones de discriminación por la orientación sexual.
Por eso es que el 17 de mayo se ha establecido como el día internacional contra la homofobia, en el que se recuerda a los gobiernos y a las sociedades del mundo, que los hombres y las mujeres tienen los mismos derechos, sin importar su orientación sexual, y que es deber de cada ser humano detener cualquier tipo de acción de discriminación, en particular las que surgen desde las instituciones.